LA HUELLA
A veces pasado y presente se fusionan, como si el abismo de los años transcurridos entre ellos no existiera. Ahora mismo, con la espalda pegada a la pared, Alberto aguanta el envite de su compañero de trabajo que, con los ojos henchidos de ira, escupe saliva a cada palabra que le grita. Por lo que se puede desentrañar de sus berridos la cólera es debida a que, según él, Alberto lo ha dejado en ridículo delante del jefe. Al verse asaltado, Alberto tensa toda su musculatura y aprieta ojos, puños y dientes. En un instante ayer y hoy confundidos.
Una vez el compañero de trabajo se ha desahogado suelta el cuello de la camisa de Alberto y como un rayo abandona la sala. Detrás de él salen los demás asistentes a la reunión. Petrificado contra la pared Alberto espera hasta quedar solo para salir. Nadie se acerca a él, ni siquiera lo miran, los del instituto tampoco cuando lo ven acorralado contra las taquillas.
Cabizbajo, Alberto se dirige hacia el cuarto de baño de paredes y suelo antracita. Para aliviar el ardor que le sube desde el pecho a la cabeza se acerca a una de las picas, abre el grifo, llena sus manos de agua fría y se refresca la cara. Cuando levanta la cabeza y mira el espejo se encuentra con su rostro adolescente lleno de espanto por la experiencia a la que sus compañeros de instituto le acaban de someter. El sufrimiento no expresado nunca nos abandona.
Durante veinte años Alberto ha sepultado todo su dolor. De la misma manera que los sepultureros echan tierra encima de la caja mortuoria, Alberto ha enterrado todo su dolor con muchos libros, exámenes, matrículas de honor, reconocimientos profesionales y muchas horas de gimnasio que le han permitido dejar de ser el don nadie mequetrefe como le llamaban en el instituto. Pero el dolor, aturdido, ha estado aguardando inmóvil, sin hacer ruido, conteniendo el aliento, esperando el momento de poder emerger y ahora, en un lavabo que no es el mismo en que vivió la cruel infamia, asoma la cabeza para poder ser. Sólo quiere esto, el dolor, poder manifestarse, que Alberto lo reconozca, que no lo rechace, que lo atienda.
Todavía frente al espejo Alberto se vuelve a refrescar, al hacerlo frota fuerte su cara, como si al restregarse pudiera borrar la imagen de ese chico asustado. Un carrusel de escenas irrumpe en su mente, un puzle desordenado de recuerdos olvidados como su rincón del patio del instituto, las risas lejanas de los demás, el libro que vuela de sus manos como un balón. No llores que será peor. Gallina, un día te abriremos el culo, maricón. Incomprensión. Soledad. Patadas. Moratones en los brazos, en las piernas, en el tórax. Miedo. Sólo en un pupitre para dos, prefiero salir de clase que sentarme a tu lado. El desprecio. El dolor. No llores que se reirán más. Otro día en el rincón del patio. Soledad. Tristeza. Lluvia de saliva en su cabeza. Carcajadas. No te quejes que te hemos lavado tu asqueroso pelo. Rabia. Indefensión. Asco.
Si pudiera vomitaría todo lo tragado en la pica blanca del lavabo oscuro donde revive el suplicio de su adolescencia. Le suben arcadas pero de su boca no sale nada. Demasiado dolor demasiado tiempo contenido. Siente que se ahoga, todo su pecho bloqueado por una masa pesada de cemento hirviente. Suéltalo que lo vas a matar, dice uno de ellos una hora del patio de cualquier día de aquel curso en el infierno. Si lo cuentas te matamos, le susurra el cabecilla mientras le aprieta la garganta con sus manos. No dice nada a nadie. Como mucho los días que está más desesperado pide auxilio con la mirada al profesor de turno. Nadie lo ve. Nadie ve nada. Nadie hace nada. Nadie le ayuda.
Mientras Alberto se frota la cara con el papel secamanos, entran en el baño tres de los asistentes a la reunión donde hace sólo unos pocos minutos el pasado y el presente de Alberto se han solapado. Penetran en la sala enfrascados en una animada charla sobre la cena que organiza uno con motivo de su cumpleaños en la que, según dicen, asistirán casi todos los del departamento. Es la primera vez que Alberto oye hablar de la celebración. Como tantas otras se ha quedado fuera de la convocatoria. Quizás por qué no le gusta el alcohol y nunca baja al bar a celebrar la libertad cuando se acaba el horario de trabajo, quizás por qué no participa nunca en lo que ellos llaman broma y que consiste casi siempre en reírse de algún otro y sobre todo porque la última gota de confianza en la humanidad se le escurrió hace ya veinte años en el desagüe de los urinarios del instituto.
Su hijo es un inadaptado que no se integra, le dice la tutora a su madre cuando ésta solicita entrevista alertada por el olor que desprende Alberto al llegar a casa el día de la atrocidad. Este es un instituto respetable, si hubiera habido maltrato lo hubiéramos visto. Alberto escucha a la tutora y se hunde en la miseria de sus palabras.
Los tres compañeros de trabajo se dirigen cada uno a un cubículo con tabiques que no llegan al techo, desde allí continúan parloteando y riendo mientras orinan. El hedor a orina viaja entre las paredes sombrías del presente, el olor de aquella tarde ya lejana entra por los orificios de la nariz de Alberto y repica en algún lugar recóndito de su memoria. Al instante Alberto siente que el pecho se le resquebraja como la tierra árida, lava incandescente que le quema y con ella brota el vómito. Se apagan las voces y los ocupantes de los cubículos salen a ver qué sucede. Al verlos acercarse Alberto se siente acorralado en los lavabos de su adolescencia. El cabecilla del grupo manda al terceto que lo acompaña tirarlo al suelo boca arriba con las manos y las piernas aprisionadas bajo los pies de los cuatro. De lo más profundo de su ser a Alberto le brota un grito que desgarra el espacio. Horrorizado se tapa la cara con las manos, no quiere ver, no quiere sentir el calor del amarillento líquido que le vacían encima los compañeros de instituto. No quiere oír sus carcajadas burlescas mientras lo rocían a la de tres.
A veces pasado y presente se fusionan, como si el abismo de los años transcurridos entre ellos no existiera.